Mario Benedetti fue, entre otras cosas, un escritor comprometido; compromiso que le obligó a exiliarse en distintos países huyendo de la dictadura militar de Uruguay.
Este cuento lo compone una carta que una hija de unos desaparecidos escribe a sus padres adoptivos, fundamentalmente a su madre, al enterarse de que la adopción se produjo tras el asesinato de sus auténticos padres. Es una misiva desgarradora en la que se transcribe el dolor de la persona que descubre que aquellos que amó como sus progenitores son, en realidad, los verdugos de sus verdaderos padres. Y este dolor es el que impregna los diálogos que surgen tras hacer una lectura dialógica compartida del texto. Dolor y solidaridad que se extiende a otros lugares y a otros momentos históricos y que no llega a explicar la sinrazón de tanta crueldad.
CON LOS DELFINES
María Eugenia: Creo que comprenderás por qué no inicio esta carta con querida mamá, como cuando lo hacía desde la lejanía de mis antiguas vacaciones. A esta altura, vos y yo sabemos (vos lo supiste siempre; yo, tan sólo hace tres años) que no sos mi mamá, como tampoco Pedro Luis era mi padre. Ahora que él murió, me da un poco de pena saber que has quedado irremediablemente sola. Pero mucha más pena me dan mis padres verdaderos. Sé de buena fuente, como vox, que desde un avión los arrojaron al mar y que los arrojaron vivos. Ahora es casi imposible que alguien pueda demostrar que sí o que no, pero yo me inclino a creer que sí, ya que la comprobada saña de los amigos de Pedro Luis, aunque todavía nos desconcierte y nos repugne, fue algo real. Durante el primer año de mi llegada a la casa de mis abuelos, todavía a veces soñaba contigo y con él, y no podía evitar un último estremecimiento de cariño. Entonces no sabía toda la verdad. Pero ahora, cuando Pedro Luis se me aparece en sueños, me despierto en plena náusea y casi siempre tengo que ir al baño a vomitar. Contigo es un poco distinto, ya que en cierto modo también fuiste víctima: te metieron en el escarnio sin molestarse en pedir tu consentimiento.
Ahora que reconstruyo nuestros ambiguos quince años de vida en común, puedo rememorar la extraña mirada que en ciertas ocasiones (cada vez con menos frecuencia) me dedicabas; una mirada que entonces sólo me provocaba extrañeza, pero que ahora puedo (o tal vez quiero) imaginar que quería decir: He usurpado el puesto de otra o Creo que me quiere pero no lo merezco o Algún día me la quitarán. ¿Era así? Por otra parte tengo la impresión de que me inopinada presencia no sólo contribuyó a la unión de ustedes dos como pareja, sino que más bien provocó un deterioro que ya no tenía remedio, ya que en el peculiar estilo de nuestra vida en Mendoza, un divorcio o una simple separación era algo por lo menos inadecuado y que jamás habrían permitido los compañeros de armas de Pedro Luis. Pero ¿cómo podían ustedes convivir con un pasado tan miserable? ¿Cómo podían acostarse y hacer el amor (¿o ni siquiera lo hacían?) sabiendo que a un lado y otro de la cama comparecían y los miraban los fantasmas de mis padres verdaderos? ¿Cómo puede desarrollarse normalmente la vida cotidiana sabiendo que se basa en una acción despreciable? Mis abuelos me quieren, me miman, me hablan de mis padres, tratan de crear en mí un nuevo estímulo para vivir, pero a mis 18 años actuales debo confesarte que mi vida está rota y hay en mis noches otra fantasía recurrente, en la que me arrojo yo también al mar. ¿Por qué? ¿Para qué? Pues para juntarme con mis padres. En el sueño ellos me reciben, muy juntos, con los brazos abiertos, rodeados por delfines solidarios que también se incorporan al festejo. Y cuando por fin me despierto aún permanece en mí la sensación de ternura más nítida de toda mi existencia. Tengo en mi mesa de noche la foto de mis padres y sé que vengo de ellos y de nadie más. La zalamerías de Pedro Luis siempre me sonaron a hipocresía y mi memoria no las olvida pero las rechaza. Creo en cambio que tus señales de cariño eran sinceras y las conservo como algo positivo en medio de una situación tramposa. Quizá algún día junte fuerzas para volver a verte, pero por ahora no. Todavía estoy llena de rencores y rencorcitos. Después de todas las comuniones, misas y homilías a que me llevaste, no sólo me he quedado sin padres sino también sin Dios. Me gustaría que me contaras qué le decías a tu confesor. Y sobre todo qué te decía él. ¿Haberse apropiado de una hija de padres desaparecidos y/o asesinados por tu gente, es un pecado mortal o venial? Con quince padrenuestros y siete avemarías ¿queda limpio el currículum? No puedo rezarle a un Señor cuyos representantes arropaban cristianamente a los verdugos. Ahora comprendo el llamado en rebeldía del Cristo crucificado: Padre, por qué me has abandonado. Al menos dicen que él resucitó, pero mis padres sumergidos no volvieron. En el mejor de los casos, no están rodeados de apóstoles sino de delfines. Acaso Dios, si existe, no resida allá en lo Altísimo sino en el fondo más hondo de los mares. Y desde allí lo ignore todo, aunque de vez en cuando abra sus branquias y emita bendiciones. No descarto que en alguna de estas noches, yo, que no sé nadar, me decida por fin y me sumerja a buscarlo, así nomás, sin flotadores, pero con la mochila llena de reproches. Y nada más. Un chau. PAULINA.
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