sábado, 24 de abril de 2021

EL PRÍNCIPE FELIZ, un cuento de Oscar Wilde

Oscar Wilde es otro de mis autores favoritos de cuentos. Con este, el de "El príncipe feliz" he realizado muchas tertulias con personas de todas las edades, tanto en el aula como en cursos de formación y en distintas entidades. Y en ese compartir han salido pensamientos preciosos acerca de las injusticias de este mundo y de la solidaridad y la justicia como remedios infalibles para hacerles frente.
La historia se centra en dos personajes, el Príncipe y la golondrina. Un príncipe que desde su estatua engalanada con oro y piedras preciosas, ve la triste realidad de su reino. Y así le habla a la golondrina pidiéndole ayuda para remediar esa situación:

"Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar."

 La golondrina accede a ayudarle y de ahí nace una amistad, un amor que llevará al ave a dar la vida por el Príncipe.

EL PRÍNCIPE FELIZ

En la parte más alta de la ciudad, sobre una gran columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte- . Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico, cosa que, en realidad, no era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?

-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.

Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.

Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.

-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.

Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.

Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo. Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 15 de abril de 2021

Marcovaldo en el supermercado, un cuento de Italo Calvino

Marcovaldo es el título de un libro escrito por Italo Calvino. Consta de veinte relatos. Cada uno está dedicado a una estación; el ciclo de las cuatro estaciones se repite por tanto cinco veces. Todos los relatos tienen el mismo protagonista, Marcovaldo, y siguen más o menos el mismo esquema. Marcovaldo es una persona buen e ingenuo, fascinada por la naturaleza, pero al que le ha tocado vivir en una ciudad y en un mundo que no le dejan respirar.

Uno de esos relatos es el de "Marcovaldo en el supermercado". En él, Italo Calvino lanza una feroz crítica a la sociedad de consumo de su tiempo, para lo que utiliza a Marcovaldo y su familia sumergidos en la vorágine de un supermercado. Lo que no sé es lo que hubiera escrito si hubiese conocido nuestras "grandes superficies" y centros comerciales. Lo que no quita para que Calvino deje al descubierto el loco consumo que sigue rigiendo.

Este relato lo he compartido con personas de diferentes edades y, en general, los diálogos se han centrado en esta sociedad de consumo que, valga la redundancia, nos está consumiendo. Eso sí, a los más jóvenes les he tenido que explicar lo que era un supermercado, ya que la mayoría no lo ha llegado a conocer.


MARCOVALDO EN EL SUPERMERCADO

A las seis de la tarde la ciudad caía en manos de los consumidores. A lo largo de toda la jornada la gran ocupación de la población productora era producir: producían bienes de consumo. A una hora determinada, como por el disparo de un interruptor, dejaban de producir y, ¡andando!, se lanzaban todos a consumir. Cada día, cuando una floración impetuosa no acaba de abrirse tras los escaparates iluminados, ni los rojos embutidos habían sido colgados, ni las torres de platos de porcelana se habían alzado hasta el techo, ni los rollos de tela se habían desplegado y mostrado como ruedas de pavo real, ya irrumpía el gentío consumidor a desmantelar, roer, palpar y arrasar con todo. Una fila ininterrumpida serpeaba por las aceras y los soportales, se prolongaba a través de las puertas de cristal de los comercios alrededor de todos los mostradores, impelida por los codazos de todo el mundo en las costillas de todo el mundo a modo de continuos golpes de pistón. ¡A comprar!, Y cogían los artículos y los dejaban y otra vez a tocarlos y se los arrancaban mutuamente de las manos; ¡a comprar!, y obligaban a las pálidas dependientas a desplegar sobre el tablero más y más ropa blanca; ¡consumid!, y los carretes de cordel encarnado giraban como peonzas, las hojas de papel floreado sacudían sus alas envolviendo las compras en paquetitos y los paquetitos en paquetes y los paquetes en paquetones, atado cada uno con un lazo.

Y sucesivamente paquetones, paquetes, paquetitos, bolsas, bolsitas se arremolinaban alrededor de la caja en un atasco insoluble, manos hurgaban en los bolsillos buscando los monederos y dedos hurgaban en los monederos buscando las monedas, y allá abajo, en un bosque de piernas anónimas y faldones, los críos que ya no eran llevados de la mano se perdían y lloraban.

Una de aquellas tardes Marcovaldo salió con la familia a distraerse. Hallándose sin un céntimo, su distracción consistía en ver como los demás hacían compras; por lo mismo que el dinero, cuanto más circula, tanto más esperado es por quien no lo tiene: “Tarde o temprano acabará por caer, por poco que sea, también en mis bolsillos”. Aunque a Marcovaldo su paga, entre que era poca y que en la familia eran muchos y que había que pagar plazos y deudas, se le iba el momento de cobrarla. Con todo, darse una vuelta por el supermercado no dejaba de ser su entretenimiento.

El supermercado funcionaba en régimen de autoservicio. Tenía sus carritos, una especie de cestos de metal con ruedas, y cada cliente empujaba su carrito y lo llenaba de todo lo imaginable. También Marcovaldo, al entrar se hizo con su carrito, otro su mujer y otros más cada uno de sus cuatro hijos. Y allá marchaban en fila empujando sus carritos, entre mostradores atestados de montañas de cosas comestibles, señalándose unos a otros las longanizas y los quesos y nombrándolos, como si reconocieran en la multitud caras de amigos, o por lo menos de conocidos.

-Papá, ¿podemos llevar esto? –preguntaban a cada minuto los niños.

-No, no hay que tocarlo, está prohibido –decía Marcovaldo acordándose de que al final de la vuelta les aguardaba la cajera para la suma.

-¿Y por qué aquella señora lo toma? –insistían, viendo a tantas buenas mujeres que, si entraron para comprar solo un par de zanahorias y un apio, no podían resistir ante una pirámide de tarros y ¡tum!, ¡tum!, ¡tum!, con un gesto entre absorto y resignado dejaban caer latas de tomates pelados, melocotones en almíbar, anchoas en aceite que repiqueteaban en el carrito. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 11 de abril de 2021

Con los delfines, un cuento de Mario Benedetti

Mario Benedetti fue, entre otras cosas, un escritor comprometido; compromiso que le obligó a exiliarse en distintos países huyendo de la dictadura militar de Uruguay.

Este cuento lo compone una carta que una hija de unos desaparecidos escribe a sus padres adoptivos, fundamentalmente a su madre, al enterarse de que la adopción se produjo tras el asesinato de sus auténticos padres. Es una misiva desgarradora en la que se transcribe el dolor de la persona que descubre que aquellos que amó como sus progenitores son, en realidad, los verdugos de sus verdaderos padres. Y este dolor es el que impregna los diálogos que surgen tras hacer una lectura dialógica compartida del texto. Dolor y solidaridad que se extiende a otros lugares y a otros momentos históricos y que no llega a explicar la sinrazón de tanta crueldad.


CON LOS DELFINES

María Eugenia: Creo que comprenderás por qué no inicio esta carta con “querida mamá”, como cuando lo hacía desde la lejanía de mis antiguas vacaciones. A esta altura, vos y yo sabemos (vos lo supiste siempre; yo, tan sólo hace tres años) que no sos mi mamá, como tampoco Pedro Luis era mi padre. Ahora que él murió, me da un poco de pena saber que has quedado irremediablemente sola. Pero mucha más pena me dan mis padres verdaderos. Sé de buena fuente, como vox, que desde un avión los arrojaron al mar y que los arrojaron vivos. Ahora es casi imposible que alguien pueda demostrar que sí o que no, pero yo me inclino a creer que sí, ya que la comprobada saña de los amigos de Pedro Luis, aunque todavía nos desconcierte y nos repugne, fue algo real. Durante el primer año de mi llegada a la casa de mis abuelos, todavía a veces soñaba contigo y con él, y no podía evitar un último estremecimiento de cariño. Entonces no sabía toda la verdad. Pero ahora, cuando Pedro Luis se me aparece en sueños, me despierto en plena náusea y casi siempre tengo que ir al baño a vomitar. Contigo es un poco distinto, ya que en cierto modo también fuiste víctima: te metieron en el escarnio sin molestarse en pedir tu consentimiento.

Ahora que reconstruyo nuestros ambiguos quince años de vida en común, puedo rememorar la extraña mirada que en ciertas ocasiones (cada vez con menos frecuencia) me dedicabas; una mirada que entonces sólo me provocaba extrañeza, pero que ahora puedo (o tal vez quiero) imaginar que quería decir: “He usurpado el puesto de otra” o “Creo que me quiere pero no lo merezco” o “Algún día me la quitarán”. ¿Era así? Por otra parte tengo la impresión de que me inopinada presencia no sólo contribuyó a la unión de ustedes dos como pareja, sino que más bien provocó un deterioro que ya no tenía remedio, ya que en el peculiar estilo de nuestra vida en Mendoza, un divorcio o una simple separación era algo por lo menos inadecuado y que jamás habrían permitido los compañeros de armas de Pedro Luis. Pero ¿cómo podían ustedes convivir con un pasado tan miserable? ¿Cómo podían acostarse y hacer el amor (¿o ni siquiera lo hacían?) sabiendo que a un lado y otro de la cama comparecían y los miraban los fantasmas de mis padres verdaderos? ¿Cómo puede desarrollarse normalmente la vida cotidiana sabiendo que se basa en una acción despreciable? Mis abuelos me quieren, me miman, me hablan de mis padres, tratan de crear en mí un nuevo estímulo para vivir, pero a mis 18 años actuales debo confesarte que mi vida está rota y hay en mis noches otra fantasía recurrente, en la que me arrojo yo también al mar. ¿Por qué? ¿Para qué? Pues para juntarme con mis padres. En el sueño ellos me reciben, muy juntos, con los brazos abiertos, rodeados por delfines solidarios que también se incorporan al festejo. Y cuando por fin me despierto aún permanece en mí la sensación de ternura más nítida de toda mi existencia. Tengo en mi mesa de noche la foto de mis padres y sé que vengo de ellos y de nadie más. La zalamerías de Pedro Luis siempre me sonaron a hipocresía y mi memoria no las olvida pero las rechaza. Creo en cambio que tus señales de cariño eran sinceras y las conservo como algo positivo en medio de una situación tramposa. Quizá algún día junte fuerzas para volver a verte, pero por ahora no. Todavía estoy llena de rencores y rencorcitos. Después de todas las comuniones, misas y homilías a que me llevaste, no sólo me he quedado sin padres sino también sin Dios. Me gustaría que me contaras qué le decías a tu confesor. Y sobre todo qué te decía él. ¿Haberse apropiado de una hija de padres desaparecidos y/o asesinados por tu gente, es un pecado mortal o venial? Con quince padrenuestros y siete avemarías ¿queda limpio el currículum? No puedo rezarle a un Señor cuyos representantes arropaban cristianamente a los verdugos. Ahora comprendo el llamado en rebeldía del Cristo crucificado: Padre, por qué me has abandonado. Al menos dicen que él resucitó, pero mis padres sumergidos no volvieron. En el mejor de los casos, no están rodeados de apóstoles sino de delfines. Acaso Dios, si existe, no resida allá en lo Altísimo sino en el fondo más hondo de los mares. Y desde allí lo ignore todo, aunque de vez en cuando abra sus branquias y emita bendiciones. No descarto que en alguna de estas noches, yo, que no sé nadar, me decida por fin y me sumerja a buscarlo, así nomás, sin flotadores, pero con la mochila llena de reproches. Y nada más. Un chau. PAULINA.


martes, 6 de abril de 2021

Vientres sentados, un poema de denuncia social de Luis Cernuda

Titulaba Gabriel Celaya uno de sus poemas con la afirmación de que "La poesía es un arma cargada de futuro". En ese mismo poema "maldice la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no ha tomado partido, / partido hasta mancharse."

Y en este poema, Vientres sentados, que hemos compartido en varias tertulias, Luis Cernuda toma partido, toma partido hasta mancharse. Y esa toma de postura, ese llamamiento a la justicia actúa de acicate para generar unos diálogos en los que vuelve la esperanza y el acto de que otro mundo es posible.

VIENTRES SENTADOS

Con satisfacción
Como quienes saben
Como quienes tienen en su puño la verdad
Bien apresada para que no escape
Y con orgullo
Como vigilantes de vosotros mismos
Domináis a lo largo a lo ancho de la tierra
Vosotros vientres sentados.

No hay gas
No hay plomo
Que tanto levante que tanto lastre proporcione
Como vuestra seguridad deletérea
Esa seguridad de sentir vuestro saco
Bien resguardado por vuestro trasero.

Miráis a un lado y a otro
Sonreís rasgando maliciosamente la hedionda boca
Y desde allí emitís como el antiguo oráculo
Henchidas necedades
Dictámenes que se escurren entre las rendijas como ratas

Alado el pie vigoroso
El pie juvenil y vigoroso
Que derrumbará bien pronto
Ese saco henchido de fango de maldad de injusticia
Arrastrando consigo vuestro trasero y vientre
Vuestra triste persona que mancha el aire
El aire limpio y justo
Donde hoy nos levantamos
Contra vosotros todos
Contra vuestra moral contra vuestras leyes
Contra vuestra sociedad contra vuestro dios
Contra vosotros mismos vientres sentados
Con una firme espiga
A quien su propia fuerza empuja desde la tierra
Para que se abra al sol
Para que dé su fruto
Fruto de odio y de alegría
Fruto de lucha y de reposo.

La verdad está en lucha y en ella os aguardamos
Vientres sentados
Vientres tendidos
Vientres muertos.

sábado, 3 de abril de 2021

El marica, un cuento de Abelardo Castillo

Me encanta este cuento por los diálogos que suscita y las controversias que genera. El tema principal es el afecto, el cariño, el amor, si se quiere, entre dos adolescentes, uno de ellos rechazado por sus iguales por ser diferente, por no responder a los cánones estereotipados del macho y cuyo indicador, en este caso, es su manera de comportarse. Este rechazo dificulta la relación entre ambos amigos, pues se sienten confundidos, sobre todo uno de ellos, el más integrado en el grupo, con el afecto que emana de su relación, adquiriendo una posición ambivalente de defensa de su amigo ante el grupo y de la contraria, la del rechazo del mismo a fin de preservar su aceptación por parte de sus iguales. Todo se complica cuando el grupo plantea una prueba iniciática de virilidad a la que el marginado no accede y de la que el resto colige su orientación sexual, su homosexualidad. El relato, que es una confesión del amigo a su colega agraviado, termina contándole lo que le sucedió aquella maldita noche.

Este es un cuento que puede ser compartido por un amplio abanico de edades. Yo lo he hecho en primaria, secundaria, con jóvenes y con personas adultas. Y, como decía al iniciar esta entrada, suscita cuestiones que ayudan a poner sobre la mesa y a dialogar sobre aspectos relacionados, entre otros, con la afectividad, el machismo, la orientación sexual y la violencia entre iguales.


EL MARICA

Escúchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

–Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.

–Soltame –dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.

Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:

–Sabés, te admiro.

No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.

–Es un marica.

–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

–Por algo lo cuidás tanto…

Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo. CONTINUAR LEYENDO