sábado, 3 de abril de 2021

El marica, un cuento de Abelardo Castillo

Me encanta este cuento por los diálogos que suscita y las controversias que genera. El tema principal es el afecto, el cariño, el amor, si se quiere, entre dos adolescentes, uno de ellos rechazado por sus iguales por ser diferente, por no responder a los cánones estereotipados del macho y cuyo indicador, en este caso, es su manera de comportarse. Este rechazo dificulta la relación entre ambos amigos, pues se sienten confundidos, sobre todo uno de ellos, el más integrado en el grupo, con el afecto que emana de su relación, adquiriendo una posición ambivalente de defensa de su amigo ante el grupo y de la contraria, la del rechazo del mismo a fin de preservar su aceptación por parte de sus iguales. Todo se complica cuando el grupo plantea una prueba iniciática de virilidad a la que el marginado no accede y de la que el resto colige su orientación sexual, su homosexualidad. El relato, que es una confesión del amigo a su colega agraviado, termina contándole lo que le sucedió aquella maldita noche.

Este es un cuento que puede ser compartido por un amplio abanico de edades. Yo lo he hecho en primaria, secundaria, con jóvenes y con personas adultas. Y, como decía al iniciar esta entrada, suscita cuestiones que ayudan a poner sobre la mesa y a dialogar sobre aspectos relacionados, entre otros, con la afectividad, el machismo, la orientación sexual y la violencia entre iguales.


EL MARICA

Escúchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

–Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.

–Soltame –dije.

A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.

Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:

–Sabés, te admiro.

No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.

–Es un marica.

–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.

–Por algo lo cuidás tanto…

Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo. CONTINUAR LEYENDO

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