Estamos viviendo una época sacudidora para los asuntos del creer. Aquella famosa idea de la «suspensión de la incredulidad» propuesta por Coleridge, que dio y sigue dando letra a algunos modos de explicar el pacto ficcional que entablan lectores y lectoras con ciertos textos, hoy tiembla cuando en el mundo que rodea a la lectura de textos considerados ficcionales —el mundo al que llamamos «contexto»—, diversas formas del engaño son admitidas sin cuestionamientos ni reclamo de autentificación por un número importante de personas que confían solo en el impacto emocional como evidencia suficiente para dar crédito a lo evidentemente falso. Sobran ejemplos en nuestros países en estos tiempos. La utilización de las ficciones (en su acepción próxima a la idea de fabulación) o, mejor dicho, el empleo de mecanismos provenientes del territorio de los textos ficcionales —artísticos o no— en prácticas de la comunicación social, como el periodismo y la propaganda política, puede generar efectos considerables sobre nuestras vidas, a veces de manera imperceptible, como gotas que van horadando la posibilidad de confiar y otras veces como cataclismos que arrasan como un vendaval político, económico y social.
Los límites difusos entre ficción y realidad en los tiempos que corren nos desafían a pensar cómo inciden estas arenas movedizas en algunos problemas que se suscitan en la mediación vinculada a diversas formas del arte, como la literatura infantil, zona de saberes y prácticas especialmente complejas en relación con esta temática.
Para comenzar la reflexión sobre cómo afecta la disquisición entre ficción y no ficción en la literatura infantil y en experiencias de mediación de lectura con esta zona textual, me referiré a dos ejemplos artísticos dispares: uno que no proviene del campo de la literatura y cultura de las infancias, y otro que sí. Me parecen productivos para el campo de la literatura infantil y juvenil los vasos comunicantes entre textos (en un sentido amplio que incluye a lo visual y diversas manifestaciones multimodales) y teorías que discutan los límites de edad en la destinación de los objetos culturales.
Primer ejemplo: arte visual que desnaturaliza fronteras
En 2019 se inauguró una muestra antológica de la obra del artista conceptual argentino Leandro Erlich en el Malba, uno de los museos más importantes en el área del arte contemporáneo latinoamericano. Quienes pasaban por la zona o estaban a punto de entrar al museo se encontraban en la fachada con un gran cartel inmobiliario que anunciaba la venta de la propiedad.
El impulso de muchas personas era preguntarse: «¿es verdad lo que estamos viendo?». Vi esa foto replicada en redes sociales: la primera reacción en los comentarios era de asombro. Costaba creer que este museo privado, propiedad de uno de los empresarios más ricos de Argentina, estuviera «en venta». «¿También venden el Malba?» era una de las preguntas que, con cierta ironía, vinculaban el cartel de venta con la crisis económica en mi país, exacerbada por cuatro años de una gestión gubernamental que generó la mayor deuda de la historia argentina. Unos segundos después (según los casos), sobrevenía el descubrimiento de que se trataba de una ilusión, una puesta en escena: era una instalación artística. Luego, al entrar al museo y observar otras obras de Erlich, irrumpía la constatación: crear ilusiones e invitar a desautomatizar la percepción son algunas de las búsquedas conceptuales del artista. La desestabilización que la similitud con lo real provoca en sus obras lleva a interrogarnos sobre los límites entre lo que percibimos y la verdad. El título de la muestra era sugerente: «Liminal». La frontera entre lo verdadero y lo construido como mundo posible proponía distanciarse y desnaturalizar la mirada atravesada por la rutina. Quizás para algunos espectadores/participantes fuera ocasión de activar el pensamiento crítico sobre los efectos de la ilusión y el engaño en la percepción de lo que se presenta como real en la contemporaneidad. CONTINUAR LEYENDO
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