sábado, 27 de febrero de 2021

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS, de Manuel Rivas

Es un texto del libro de relatos "Qué me quieres amor", de Manuel Rivas. El relato es breve, cosa que a muchas personas les extraña pues de él se hizo una gran película.
Lo hemos compartido en muchas tertulias de todas las edades porque no tiene desperdicio. Tanto por la figura del maestro, en mi opinión fiel representante de la Institución Libre de Enseñanza, como la de su relación con el niño y sus alumnos, como por lo que refleja en la parte final de relato en el que aparece el Golpe de Estado de 1936, el miedo, las reacciones que provoca y la represión hacia todo lo que tuviese que ver con la cultura.
En mi recuerdo de esas tertulias queda la evocación de algunas mujeres mayores rememorando tristes pasajes que les tocó vivir en la guerra que desató el golpismo de la dictadura.

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS

"¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas."

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.

"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa."

Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás cuando vayas a la escuela!" Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: "Pareces un pardal".

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo*. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. £1 día llegó con una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo. CONTINUAR LEYENDO




Muerte en el olvido, un poema de Ángel González

Y vayamos, que ya era hora, con la poesía. Empezaré con un poema de Ángel González, uno de mis poetas favoritos. 
Este poema, además de compartirlo en diferentes tertulias, lo utilizo en los cursos de formación para analizar desde la poesía la trascendencia que tienen en el mundo educativo las expectativas que tenemos y creamos hacia otra u otras personas.

MUERTE EN EL OLVIDO

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita...


viernes, 26 de febrero de 2021

REVOLUCIÓN, un cuento de Slawomir Mrozek

Un maravilloso cuento de Slawomir Mrozek que en la lectura compartida de las tertulias nos lleva a dialogar sobre la facilidad con que cambiamos hoy en día, como si el cambiar fuese una obligación. Claro, que superficialmente, que nos es cuestión de desautorizar al "Gatopardo" en cuanto a que hay que cambiar todo para que nada cambie.
Un cuento para todas las edades.

REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.
FIN


martes, 23 de febrero de 2021

EL CUENTO DEL NIÑO BUENO, un cuento de Mark Twain

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Mark Twain escribió este cuento, junto con el del "Niño malo" como crítica hacia la pedagogización de la literatura infantil y juvenil, es decir, en contra de la utlización de dicha literatura para reconducir a los educandos a través de una moralina muy del gusto de la época y muy cercana a la idea de la domesticación de la infancia. Algo que, desgraciadamente, sigue en la actualidad con formas y fórmulas literarias diferentes, pero que persiguen los mismos fines.

Junto al "Cuento del niño bueno" publicó el "Cuento del niño malo", al que se puede acceder al final de esta entrada del blog. Aquí no aparece como tal ya que solo he realizado tertulias con el del niño bueno. Recuerdo que fue una tertulia con familias en un quinto de primaria de un centro de la Rioja alavesa. Y al recordar, enseguida me viene a la mente que nada más empezar la tertulia noté cierto rechazo en el ambiente, fundamentalmente por parte de las familias allí presentes. El asunto era que habían tomado el cuento por su lado literal y, sin alcanzar la ironía de Twain, había llegado a la conclusión de que allí se hacía una apología del mal. A pesar de ese rechazo, a lo largo de la tertulia, se fue viendo que la bondad de la que hacía gala el protagonista no era una auténtica bondad, sino un instrumento para ser alguien en este mundo. O eso era lo que creía yo, porque al final de la sesión charlé con una madre no muy convencida de lo que habíamos hablado y aproveché para darle una copia del cuento sobre el niño malo, a fin de que viese que existía, en el mismo autor, otra mirada crítica hacia la idea de maldad. Recuerdo que aceptó la copia y que según la cogía me dijo que si otra vez traía otra lectura como la que habíamos hecho, que le avisase, porque ese día su hijo no iría al colegio. Comprendí su postura, pero también me hizo ver lo bueno que era Mark Twain escribiendo.

EL CUENTO DEL NIÑO BUENO

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO BUENO, llamado Jacob Blivens, que siempre obedecía a sus padres, por absurdas y poco razonables que fueran sus exigencias, que siempre se estudiaba la Biblia y jamás llegaba tarde al cursillo de religión de los domingos. No le gustaba volarse de clase, aunque si lo pensara bien se daría cuenta de que era el mejor negocio para él.Era tan extraño su modo de comportarse que ninguno de los demás muchachos lo comprendía. No decía mentiras, aunque le conviniera. Opinaba que mentir era malo, y que eso le bastaba para no hacerlo. Y era tan honesto que rayaba en la ridiculez.

Las curiosas costumbres de aquel Jacob no las igualaba nada: no jugaba a las canicas los domingos, no robaba nidos de pájaros, no les daba monedas calientes a los monos de los organilleros; no parecía interesado en ninguna de las diversiones normales. Los demás muchachos se devanaban los sesos tratando de averiguar cómo era esto posible, pero no llegaban a ninguna conclusión satisfactoria.

omo dije antes, sólo se les ocurrió la idea vaga de que era “chiflado”, por lo que lo tomaron bajo su protección, y nunca permitieron que le sucediera nada malo.

Este muchacho bueno se leía todos los libros de moral, pues eran su mayor delicia.
He ahí el secreto. Creía firmemente en los niñitos buenos que ponen de ejemplo en esos libros; tenía gran confianza en ellos. Ansiaba encontrarse a alguno vivo, pero nunca lo consiguió. Todos morían antes de tiempo, quizás.

Cada vez que leía sobre alguno particularmente bueno pasaba las páginas a la carrera hasta llegar al final, para ver qué había sido de él, porque estaba dispuesto a viajar cientos de millas para poderlo observar; pero era inútil: el muchachito bueno inexorablemente moría en el último capítulo, donde había una ilustración del funeral, con sus parientes y los niños de la clase rodeando la tumba, en pantalones que les quedaban demasiado chicos y sombreros que les quedaban demasiado y todo el mundo moqueando en descomunales pañuelos, como de yarda y media de tela. Siempre salía derrotado de esta manera. Nunca pudo llegar a ver a ninguno de esos muchachitos buenos, pues éstos irremisiblemente morían en el último capítulo. 

Jacob albergaba la noble ambición de que también a él lo metieran en un libro de moral, con ilustraciones que lo representaran negándose a mentirle a su madre, y a ella sollozando de dicha por tal motivo; o en grabados que lo representaran de pie, en el umbral de la puerta, dándole un centavo a una pobre limosnera con seis hijos, y diciéndole que lo gastara como a bien tuviera, pero sin derrocharlo, porque la extravagancia es pecado; o un dibujo mostrando su magnanimidad al negarse a acusar al granuja que siempre lo acechaba a la vuelta de la esquina cuando salía de la escuela, y que le blandía un garrote sobre la cabeza y luego lo perseguía hasta la casa amenazándolo. Hete aquí la ambición del joven Jacob Blivens: quería que lo pusieran en un libro de moral. CONTINUAR LEYENDO

LA CIZAÑA, un cuento de Concha Espina

Es triste, pero para muchas personas Concha Espina no pasa de ser una estación del metro de Madrid, cuando es una de nuestras grandes escritoras del siglo XX. Tal vez ese desconocimiento sea debido a que era mujer y ha sido ocultada en los libros y antologías literarias. Porque en 1927 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura por su obra "Altar mayor." Asimismo, llegó a ser candidata en tres ocasiones consecutivas al Premio Nobel de Literatura (1926, 1927 y 1928). Fue también una escritora defensora de los derechos de la mujer y de los más desfavorecidos. Recuerdo con deleite su novela "El metal de los muertos" en la que se adentra en la explotación  y en la lucha de los mineros y sus familias.

El cuento que pongo a continuación me llamó mucho la atención porque frente a estereotipos, la autora lo escribe en torno a una gitanilla rural que no se arredra ante la niña de la capital que llega al pueblo con aires de superioridad, erigiéndose en líder de su grupo de amigas payas. En fin, algo distinto a lo que solemos leer. Por eso, cuando lo leímos en una tertulia de una Asociación de Mujeres Gitanas en Bilbao gustó mucho y motivó muchas intervenciones.
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LA CIZAÑA

Tengo, tengo, tengo;
tú no tienes nada;
tengo tres ovejas
en una cabaña...

Cantan así unas niñas, jugando al corro, en el jardín de un colegio, sombreado por unos árboles tan atrevidos que casi están metiendo sus ramas en mi cuarto de trabajo.

La canción es lenta, suave, con esos dejos largos y melancólicos, propios de la música norteña.

Y aun se diría que este ¡nocente cántico infantil había nacido aquí mismo, en uno de estos invernales montañeses, donde hay niños que pastorean con sus ovejas brañas arriba, despacito, atristados; tal vez inventando una dulce cancioncilla. . .

Estas niñas, que andan a la rueda, moviendo los bracitos enlazados, al compás de su copla, visten unos delantales de percal, plegados sin adornos sobre un gracioso canesú ; calzan zapatitos blancos de lona y llevan el cabello cortado a lo paje, al ras de las orejitas, retirado de la frente con un lazo chiquitín.

Y ahora han llegado en su cantar a un estribillo un poco triste que dice:

Palomita blanca de mayo,
llévame de aquí ;
llévame a mi pueblo
donde yo nací...

Aunque las niñas no han nacido en otro pueblo, me parece a mí que tiemblan con alguna pena sus voces en esta suspirante rima de la palomita blanca...

De pronto se deshace la rueda y hay un revoloteo de falditas agitadas y de pies saltadores.

Una niña forastera entra triunfante en el jardín, cerrando la verja con un portazo. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 21 de febrero de 2021

EL TIOVIVO, un cuento de Ana Mª Matute

Este es uno de los veintiún relatos de que consta el libro de Ana Mª Matute, "Los niños tontos" y que irá poniendo en este blog. Son microrrelatos en los que prima, no ya la tontuna, sino la inocencia o, si se quiere, la mirada al mundo desde el otro lado del espejo. No los hemos hecho en muchas tertulias porque a las personas mayores les parecen unos relatos muy duros y que no llegan a captar. Pero a mí me parece, igual que al Principito, que lo que les pasa es que no están acostumbrados a mirar la vida desde el otro lado del espejo, cosa para los niños y las niñas no tiene ninguna dificultad. Así que recuerdo a una profesora de Navarra que sí se atrevió con uno de ellos, que aparecerá en el blog más adelante, en primero de primaria, y que quedó asombrada con lo que sus alumnos dijeron.

EL TIOVIVO

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
FIN

sábado, 20 de febrero de 2021

EL INDULTO, un cuento de Emilia Pardo Bazán

Si en "La Chucha" el modelo de masculinidad es positivo, en este caso, el modelo es todo lo contrario, negativo en su más pura esencia. El protagonista es chulesco, matón, violento, sin corazón ni ternura, en fin, un modelo de cosificación de la mujer.

Es un cuento terrible en el que se va sintiendo, yo diría que viviendo. el calvario de una mujer amenazada que teme por su vida cuando su marido salga de la cárcel, con una escena final que nos hace vivir en nuestra imaginación, por decirlo de alguna manera, el terrible sufrimiento de una mujer agredida sexualmente. Aunque también es un texto que deja bien claro la solidaridad femenina con aquella mujer que sufre de miedo e impotencia ante la amenaza que pende sobre ella.

EL INDULTO

De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.

Cuando nació el hijo de Antonia, ésta no pudo criarlo, tal era su debilidad y demacración y la frecuencia de las congojas que desde el crimen la aquejaban. Y como no le permitía el estado de su bolsillo pagar ama, las mujeres del barrio que tenían niños de pecho dieron de mamar por turno a la criatura, que creció enclenque, resintiéndose de todas las angustias de su madre. Un tanto repuesta ya, Antonia se aplicó con ardor al trabajo, y aunque siempre tenían sus mejillas esa azulada palidez que se observa en los enfermos del corazón, recobró su silenciosa actividad, su aire apacible.

¡Veinte años de cadena! En veinte años -pensaba ella para sus adentros-, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía.

La hipótesis de la muerte natural no la asustaba, pero la espantaba imaginar solamente que volvía su marido. En vano las cariñosas vecinas la consolaban indicándole la esperanza remota de que el inicuo parricida se arrepintiese, se enmendase, o, como decían ellas, «se volviese de mejor idea». Meneaba Antonia la cabeza entonces, murmurando sombríamente:

-¿Eso él? ¿De mejor idea? Como no baje Dios del cielo en persona y le saque aquel corazón perro y le ponga otro...

Y, al hablar del criminal, un escalofrío corría por el cuerpo de Antonia. CONTINUAR LEYENDO

LA CHUCHA, un cuento de Emilia Pardo Bazán

Este es otro de los cuentos que siempre que lo leemos me conmueve. Es una historia entre rejas, una relación epistolar entre un interno y una interna a través de la que la autora nos va dando una imagen nada romántica de la cárcel ni de la función social que, teóricamente, cumple. Además es en las entrañas de ese sórdido lugar donde desgrana las esencias de una relación de ayuda que se va transformando en un enamoramiento a distancia y en la que aparece un modelo de masculinidad altamente positivo, justo lo contrario de lo que la autora hará en otro cuento: "El indulto". Todo ello con una prosa rica y directa.

En cuanto a la recomendación sobre la edad a partir de la que llevarlo a una tertulia, diría, siempre como orientación, que es un cuento para leer a partir de secundaria, lo que no quita para que alguien se anime a leerlo en otros niveles precedentes.

LA CHUCHA

Lo primerito que José San Juan -conocido por el Carpintero- hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fue presentarse en el despacho del director.

Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros de los tejados. La blusa nueva no se amoldaba a su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.

-Venía a despedirme del señor director -dijo humildemente al entrar.

-Bien, hombre; se agradece la atención -contestó el funcionario-. Ahora, a ser bueno, a ser honrado, a trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí?

-¡Si usted fuera tan amable, señor director...; si usted quisiera...

Animado por la benévola sonrisa del jefe, soltó su pretensión.

-Deseo ver a una reclusa.

-Es tu «chucha», ¿verdad?... Bueno; la verás.

Y escribió una orden para que dejasen entrar a Pepe el Carpintero, en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas relaciones entre penados, los galanteos a distancia y sin verse de «chuchos» y «chuchas»; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.

Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una «galeriana» que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de infortunio, a la cual no habían visto nunca, y cuyas atenciones pagaban con cargo rebosando sentimentalismo ridículo..., pero sincero. Era el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la seriedad de las leyes humanas; la vida y sus efectos floreciendo allí donde el castigo social quiere convertir a los réprobos en cadáveres con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos, inmutables; pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la mugre de la «casa muerta», iba de uno a otro edificio como la caricia fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo.

Tan grande emoción embargaba a Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres, que sus piernas, temblorosas, acortaban el paso..., ¿Cómo sería su «chucha»? ¡Por fin iba a verla! Y pensando en las formas de que la había revestido su imaginación en las noches de insomnio o en los solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy pobre, no tuviera su «chucha», su «chucha» como los demás. Ellos se encargaban del arreglo; escribirían a sus amigas, y no faltaría en la casa de enfrente quien atendiese a tan buen mozo. Un día le dijeron que su «chucha» se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la Pelusa, y Pepe le escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto a este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo: alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares, obra todo de la Pelusa de la enamorada «chucha», que, invisible como un duende, tenía para él cuidados maternales. CONTINUAR LEYENDO



jueves, 18 de febrero de 2021

EN EL FONDO DEL CAÑO HAY UN NEGRITO, un cuento de José Luis González (República Dominicana, 1926 - México, 1997)

Este cuento fue en gran descubrimiento. Es un texto duro, como dura es la pobreza en sí y su feminización, la emigración a la gran urbe, y las tragedias anónimas que se esconden detrás de ellas.
Un cuento que lo he trabajado fundamentalmente en cursos de formación del profesorado, pero que entiendo que puede ser compartido desde los niveles iniciales.

EN EL FONDO DEL CAÑO HAY UN NEGRITO

La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del agua allá abajo.

Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:

—¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho desinquieto!

Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los gritos, gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito porque tenía hambre.

El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así todas las mañanas.

El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.

—Bueno—se dirigió entonces a la mujer—. Cuela el café.

Ella tardó un poco en contestar:

—Ya no queda.

—¿Ah?

—No queda. Se acabó ayer.

Él empezó a decir: “¿Y por qué no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la que acaba de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella pero la borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.

—¿Conque se acabó ayer?

—Ajá.

La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los agujeros de su camiseta. CONTINUAR LEYENDO

miércoles, 17 de febrero de 2021

PACTO DE SANGRE, un cuento de Mario Benedetti

Quizás sea uno de los cuentos con que más tertulias he realizado. Me acuerdo, por su significación, la del I Encuento de Tertulias Literarias Dialógicas de Extremadura, la de la prisión y la del Centro de Menores las Lagunillas, en Jaen.
En mi opinión, Mario Benedetti ha sido uno de los grandes escritores de nuestra historia reciente, y eso que hubo quienes desde su falsa ortodoxia sobre los textos en las tertulias me dijeron que no era un autor para leer en las mismas. ¡Qué ignorancia!
Pacto de sangre es un canto al diálogo intergeneracional entreverado con la soledad de las personas mayores y su difícil relación, en ocasiones, con su familia. Algo que merece la pena ser leído, reflexionado y compartido a través del diálogo.
En cuanto a su teórico espectro de edad, diré que con el correspondiente apoyo, puede ser utilizado desde el segundo ciclo de primaria.

PACTO DE SANGRE

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.

No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. CONTINUAR LEYENDO

martes, 16 de febrero de 2021

¡ADIÓS, CORDERA!, un cuento de Leopoldo Alas Clarín.

Para mí es el cuento por excelencia. Me encanta. No se puede decir más y tan bien en tan poco espacio. La modernidad, la paz campestre, la pobreza, la injusticia, la guerra, la explotación, la despedida, la soledad, etc. Una crítica social de la que el autor hace gala en muchas de sus composiciones y por la que fue no fue reconocido en su tiempo.
Un cuento con el que hemos hecho muchas tertulias y que es de los que llamo "de 8 a 88 años". Como dinamizador de la tertulia, lo he utilizado a partir del tercer ciclo de primaria.

¡Adiós, Cordera!

¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prado Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 14 de febrero de 2021

BEERNARDINO, un cuento de Ana Mª Matute

Es uno de mis favoritos. Con él hemos hecho muchas tertulias con personas de todas las edades. En este caso, y con la correspondiente orientación, creo que se puede trabajar con él desde el segundo ciclo de primaria. 
En él aparecen cuestiones como los estereotipos, la violencia entre iguales, la amistad, la coherencia ... Y todo sin moralina y desde una mirada literaria de una gran escritora, Ana Mª Matute, Premio Cervantes, entre otras cosas.

BERNARDINO


Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.

Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.

Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:

-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.

Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:

-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.

Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:

-Ese chico mimado... No se puede contar con él.

Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible. CONTINUAR LEYENDO