Recuerdo que cuando leí este pasaje del Quijote por primera vez quedé gratamente sorprendido porque nunca había sospechado que el Quijote, escrito en la época que se escribió, albergase un discurso feminista tan diáfano y tan actual.
Por eso, cuando lo propuse a distintas tertulias, como a la Asociación de Mujeres Sallurtegui de Agurain, sí noté que ellas también al leerlo y compartirlo se sorprendían agradablemente y que se reafirmaban en el discurso de Marcela.
Y para seguir con las sorpresas, comentaré que en Educación Social de la UPV en Leioa (Bizkaia), cuando fui a dar una formación sobre Tertulias Literarias a un grupo de alumnos, les propuse para la parte práctica trabajar sobre esta lectura, pero les pareció, entiendo que por la época en que estaba escrita y temiendo un esfuerzo excesivo para entenderla, demasiado compleja y me pidieron, a través de su profesora, que hiciésemos otro texto. Así que cuando se lo comenté a las tertulianas de Sallurtegui -mujeres de edad avanzada y con estudios básicos la mayoría- no lo podían entender. Incluso una me dijo que le había gustado tanto que lo había leído dos veces.
En otras tertulias en que trabajamos este texto, como en el caso de los Grupos de Mujeres de las Aulas de Cultura Popular de Cáritas de Vitoria-Gasteiz, el discurso de Marcela lo complementé con la parte final de la Fierecilla domada, de Willian Sakespeare, a fin de debatir sobre la distinta perspectiva desde la que se trataba a la mujer en la dos obras. No se trataba de establecer un juicio sobre el feminismo de Cervantes y Sakespeare, sino de ver qué ideas tan radicalmente distintas existían (y existen) en el imaginario literario de la mujer. Fue toda un provocación de la que salieron jugosos diálogos. Una gozada.
LA PASTORA MARCELA
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del aldea el bastimento, y dijo:
-¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
-¿Cómo lo podemos saber? -respondió uno de ellos.
-Pues sabed -prosiguió el mozo- que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
-Por Marcela dirás -dijo uno.
-Por ésa digo -respondió el cabrero-. Y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es donde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar.
-Todos haremos lo mismo -respondieron los cabreros-; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de todos.
-Bien dices, Pedro -dijo uno-; aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que el otro día me pasó este pie.
-Con todo eso, te lo agradecemos -respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído.
-«Principalmente, decían que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.»
-Eclipse se llama, amigo, que no cris, el oscurecerse esos dos luminares mayores -dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
-«Asimismo adivinaba cuándo había de ser el año abundante o estil.»
-Estéril queréis decir, amigo -dijo don Quijote.
-Estéril o estil -respondió Pedro-, todo se sale allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: “Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota”.»
-Esa ciencia se llama astrología -dijo don Quijote.
-No sé yo cómo se llama -replicó Pedro-, mas sé que todo esto sabía y aún más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan extraña mudanza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, así en muebles como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.» Y os quiero decir ahora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que sarna.
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